27/4/17

Las señales de Dios están por todas partes

Este mundo tiene un Dios. Él es su Creador y Señor. La mayor prueba de la existencia de Dios es el mundo mismo, que se extiende a nuestro alrededor en toda su vastedad y complejidad, dando testimonio de la existencia de un gran Dios, Quien, en Su infinito poder, lo controla. Si no tuviéramos más opción que creer en el mundo, no tendríamos más opción que creer en Dios también, pues el mundo no tendría sentido si no aceptamos la existencia de un Hacedor y Amo junto con él. Miremos la forma tan exquisita con que el mundo ha sido configurado. ¿Cómo podría ser así si no hubiera un Creador? Miremos el orden perfecto que en él se mantiene. ¿Podría ser así si nadie lo controlara? La respuesta, por supuesto, es que no podría ser. La verdad es que, así como el ser humano está obligado a creer en el mundo que lo rodea, también está obligado a creer en Dios.

Supongamos que ponemos un guijarro en el torno de un alfarero y luego giramos el volante muy rápido. El guijarro, por supuesto, saldrá volando, a  pesar de que el torno de un alfarero difícilmente puede alcanzar una velocidad de 40 Km/h. Ahora, pensemos por un momento que la Tierra en que vivimos también está girando, pero a una velocidad mucho mayor que el torno del alfarero, y aun así no salimos volando. La Tierra gira sobre su eje a una velocidad de 1.600 Km/h, mucho más rápido que el avión de pasajeros promedio, y sin embargo nos movemos por su superficie y vivimos nuestras vidas diarias sin ningún temor de ser expulsados como el guijarro del torno del alfarero. Esto en sí mismo es un milagro. La explicación que los científicos le dan a esto es que la Tierra nos empuja con mucha fuerza desde abajo, mientras que la presión atmosférica sobre nosotros nos presiona contra el suelo. Una fuerza que nos atrae desde abajo y una delgada capa de aire de 800 Km de espesor que nos envuelve, son en sí mismas milagro suficiente, y decir que ellas explican el que no seamos expelidos hacia el espacio es darle todavía mayor crédito a la naturaleza milagrosa de nuestro mundo.

De hecho, todo en este mundo es un milagro. Solo pensemos en lo que ocurre cuando ponemos pequeñas semillas en el suelo. Cada planta tiene su apariencia, sabor y fragancia distintivos y, de acuerdo con su especie, le brinda ciertos beneficios a la humanidad.
En todo nuestro entorno, un mundo entero de diversidad y proporciones milagrosas se extiende ante nuestros ojos. Por otra parte, en cada instante, una gran variedad de formas de vida está continuamente entrando en existencia, sin ninguna ayuda del ser humano. Incluso si todos los seres humanos en este mundo se unieran, no podrían crear ni siguiera un pequeño grano de arena. Todo esto equivale a un milagro de proporciones tan sorprendentes, que las palabras nos faltan para describirlo. Cuando tratamos de hacerlo, solo lo degradamos, porque somos incapaces de hacerle justicia con palabras humanas. Todo lo que podemos hacer es mirar maravillados y preguntarnos: “Además de Dios, ¿qué podría haber manifestado semejante milagro?”.
Todo en este mundo está hecho de átomos. En su análisis final, todo objeto es una colección de estas partículas diminutas. Y, sin embargo, por algún milagro extraño, cuando estos átomos se unen en ciertas proporciones, forman el deslumbrante globo solar; y cuando los mismos átomos se unen en otro lugar en proporciones distintas, fluyen en cascadas; mientras que en otros lugares toman el lugar de brisas sutiles o de suelo fértil. Todas estas cosas están hechas de los mismos átomos, pero la naturaleza y las propiedades de cada objeto separado son muy distintas.

Este mundo milagroso le proporciona a la humanidad recursos infinitos que esta pone a buen uso cada vez que aprende a aprovecharlos. Suministros masivos que le proporcionan todo lo que necesita para vivir son acumulados de manera continua, y el hombre mismo tiene que hacer muy poco para utilizarlos. Tomemos por ejemplo la comida que comemos, solo tenemos que estirar la mano para obtener cantidades enormes de nutrientes valiosos. Una vez los tiene en su poder, la persona solo tiene que mover las manos y la mandíbula para que el alimento llegue a su estómago. Y luego, sin ningún esfuerzo de su parte, la comida es absorbida por el cuerpo y convertida en carne, sangre, huesos, uñas, cabello y otras partes del cuerpo humano.
Otro ejemplo es el petróleo, un fenómeno terrestre; todo lo que tiene que hacer el ser humano es extraerlo del suelo, refinarlo y ponerlo en sus máquinas y, de manera sorprendente, el combustible líquido mantiene todo el mecanismo de su civilización funcionando sin problemas. Innumerables recursos de este tipo han sido creados en este mundo, y existen en cantidades suficientes para satisfacer las necesidades de la humanidad. El papel del hombre en hacer que estas cosas existan o en cambiarlas a una forma útil, es relativamente pequeño. Gracias a ello, con un esfuerzo mínimo tiene sus ropas, casas, muebles, máquinas, vehículos y todos los demás componentes y accesorios de su civilización. ¿Estos hechos no son prueba suficiente de que existe un Hacedor y un Señor del mundo?

Pero no debemos olvidar que hay otra cara de esto. La naturaleza que nos rodea contribuye a la pureza y la belleza del mundo, a pesar de lo que hemos hecho con ella. Tenemos mucho petróleo refinado y hemos hecho muchas máquinas de hierro, pero también hemos llenado la tierra y los mares con corrupción. Hemos convertido el mundo en un campo de humo, ruido, polución, vandalismo y guerra. Hemos llevado estas cosas a tal extremo que muy a menudo parece no haber solución para los problemas que la humanidad ha creado a nuestro alrededor. El mundo que nos rodea logra mucho más que lo que la humanidad hace. No hay problemas creados por la obra de la naturaleza, mientras que el trabajo del ser humano está siempre plagado de problemas.
La Tierra gira sin cesar en dos sentidos, sobre su propio eje y en su órbita, pero no crea ningún ruido en el proceso. Un árbol trabaja del mismo modo que una gran fábrica, pero no emite humo. A diario, un sinnúmero de criaturas muere en el mar, pero no contamina el agua. El universo ha estado funcionando de acuerdo con el orden divino durante miles de millones de años sin haber tenido que ser reorganizado, pues todo en la forma que está organizado es perfecto. Hay incontables estrellas y planetas moviéndose por el espacio, que mantienen su velocidad y nunca se quedan rezagados ni exceden su ritmo. Todos estos milagros son de primer orden son, de lejos, más maravillosos que cualquier cosa creada por el ser humano y ocurren a cada instante en este mundo nuestro. ¿Qué otra prueba podemos necesitar de que el poder de un Gran Dios está detrás de este mundo?

Cuando nos fijamos en las distintas formas de vida, atestiguamos un espectáculo sorprendente. Ciertos objetos materiales se unen en un solo cuerpo y se convierte en una criatura como un pez que nada en el agua, o un pájaro que vuela en los cielos. De la gran cantidad de criaturas que abundan en la Tierra, la de mayor interés para nosotros es el ser humano. De un modo que es un misterio para nosotros, este está moldeado en una forma bien proporcionada. Los huesos dentro de él toman la forma significativa del esqueleto que es cubierto con carne y sellado con una capa de piel, de la que brotan cabellos y uñas. Con la sangre corriendo por los canales dentro de este marco, la suma de todo esto da como resultado a un ser humano que camina, sostiene cosas en sus manos, oye, huele, saborea, tiene una mente que recuerda cosas, acumula información, la analiza y la expresa en el habla y en la escritura.
La formación de un ser tan sorprendente a partir de material inerte es más que un milagro. Las partículas de las que está compuesto el ser humano son las mismas que componen la tierra y la piedra, pero ¿acaso alguna vez hemos escuchado a un poco de tierra hablar o hemos visto a una piedra caminar por ahí? La palabra milagroso es apenas suficiente para describir las capacidades del ser humano, pero ¿qué más hay para este caminar, hablar, pensar, sentir, que lo distinga de la tierra y la piedra? Este factor es la vida.


El ser humano solo tiene que pensar en la naturaleza de su propio ser para entender la naturaleza de Dios. El ser, el ego en los humanos, tiene una individualidad propia que es muy distinta a la de los demás seres de su propia especie que viven en esta Tierra. El ego del ser humano está absolutamente seguro de su propia existencia, es la parte del ser humano que piensa, siente, forma opiniones, tienen intenciones y las pone en práctica. También decide por sí mismo qué curso de acción tomar. Por lo tanto, todo ser humano es una personalidad separada con una voluntad y un poder propios. Creer en Dios es similar a creer en uno mismo ya que está sujeto a un proceso mental similar. Para explicar esto más a fondo, Allah dice en el Corán que el ser humano es en sí mismo una amplia evidencia para sí; de la misma manera, uno solo tiene que mirar su propia sorprendente creación para afirmar la existencia de Dios.


La gente exige alguna prueba milagrosa antes de creer en la verdad de Dios y Su mensaje. Pero ¿qué mayor prueba requieren cuando tienen el milagro del universo entero que ha estado funcionando perfectamente durante millones de años en la más vasta de las escalas? Si el incrédulo no está preparado para aceptar semejante milagro tan grandioso, ¿cómo va a despejar sus dudas viendo milagros más pequeños? En verdad, el ser humano ha sido dotado con todo lo que necesita para que pueda creer en Dios y luego ponerse a Su servicio. Si a pesar de esto él no cree en Dios y no reconoce el poder y la perfección de Dios, entonces es él mismo y nadie más quien tiene la culpa.

Quien ha encontrado a Dios ha encontrado todo. Después de descubrir a Dios, ya no queda ningún descubrimiento por hacer. Por lo tanto, cuando una persona ha descubierto a Dios toda su atención se enfoca en Él. Dios se convierte para él en una fortuna que atesora, y a partir de entonces es a Él a quien recurre para todas sus necesidades materiales y espirituales.
Supongamos que alguien se come una manzana, pero no detecta en ella ningún sabor ni recibe de ella ningún nutriente. Podría decirse que no se ha comido ninguna manzana, solo algo que parece una manzana. Lo mismo puede decirse sobre darse cuenta de la existencia de Dios. Alguien que realmente ha descubierto a Dios saboreará felizmente la esencia de esa experiencia; pero cualquiera que afirme haber descubierto a Dios sin esa sensación de euforia, sin duda no ha hecho tal descubrimiento, solo ha descubierto algo que erróneamente cree que es Dios, como quien se come una manzana falsa y no obtiene de ella ninguna satisfacción.


El mundo de Dios es una colección de átomos. En su forma elemental, todo consiste del mismo tipo de material inerte; pero Dios ha moldeado esta materia en una incontable diversidad de formas: luz, calor, vegetación y agua. 
Él también ha investido a la materia inerte con las propiedades de color, sabor y olor; y por todas partes Él ha puesto las cosas en movimiento, controlándolo cuidadosamente por medio de la gravedad. Descubrir al Dios que ha creado tal mundo es mucho más que adquirir un credo seco, significa llenarse el corazón y el alma con el brillo radiante de la luz divina y abrir la mente propia a la belleza y delicadeza increíbles.

Cuando comemos frutas deliciosas, esto nos da una gran sensación de disfrute. Cuando un niño hermoso nace de una pareja, su alegría no conoce límites. Entonces, ¿qué hay de nuestra experiencia de Dios, que es la fuente de toda belleza, alegría y virtud? ¿Puede uno mantenerse impasible al descubrirlo a Él? Esto es algo difícil de imaginar, pues una experiencia tan sublime ciertamente deja su marca en uno. 

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